jueves, julio 30, 2009
Revista Filipina (Tomo IV N° 4 Primavera 2001)
REVISTA FILIPINA (ISSN 1496-4538)
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Una Revista Trimestral de Lengua y Literatura Hispanofilipina
Tomo IV N° 4 Primavera 2001
Director: Edmundo Farolán
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EDITORIAL: CIREF
En estas últimas semanas, se ha formado un movimiento que está poco a poco creciendo, gracias al incansable labor de Don Ramón Terrazas Muñoz de México, que ha comenzado la organización CIREF (Cruzada Internacional por la Reivindicación del Español en Filipinas), y apoyado por grupos e individuales alrededor del mundo, en particular Guillermo Gómez Rivera de la Academia Filipina, Agustín Pascual y Emilio Domínguez de España, Jorge Nahas de Argentina, Elizabeth Medina de Chile, Cristián Valencia de Colombia, Andreas Herbig de Alemania, Tony Fernández de Canadá, y muchos otros. que apoyan este movimiento.
Son muchas las ideas, presentaciones y sugerencias, y en este momento, la pregunta es: ¿cómo podemos poner todo esto en práctica? --EF
Los artículos en este número son:
Algunas cuestiones sobre la Hispanidad
BREVE HISTORIA DE LA LITERATURA FILIPINA
EL IDIOMA CRIOLLO DE FILIPINAS
La influencia filipina en la arquitectura del occidente mexicano (2a Parte)
BREVE HISTORIA DE LA LITERATURA FILIPINA
Por Guillermo Gómez Rivera, de la Academia Filipina
La primera interrogación que se presenta siempre viene a ser: ¿Cuál es la original literatura filipina? Es de comprender que esta confusión surja porque hay una literatura filipina en inglés, a raís del neocolonialismo de los WASP usenses. Existe otra literatura filipina que está en el actual idioma nacional a base del tagalo. También existen literaturas filipinas en idioma bisaya, en idioma ilocana y en, por lo menos, diez otras lenguas más.
Para aclarar esta confusión nos vemos obligados a explicar el origen del concepto de lo filipino. Y hemos de señalar que dicho conceptó vino a ser al establecerse el Estado Filipino bajo la Corona de España el 24 de junio de 1571 con la fundación de Manila como la cabecera de ese mismo Estado en la Isla de Luzón.
En 1599 se celebró un sínodo en Manila a la que se pidieron asistiesen los principales que representaban los ya existentes Estados Étnicos en este archipiélago para responder a la pregunta de si aceptaban, o no aceptaban, al Rey de España “como su natural soberano”. (Vide: “La Hispanización de Filipinas” por John Leddy Phelan, 1952 reimpreso en Metro Manila por Cacho Hermanos, Inc., páginas 25 y 26. Preferimos citar esta fuente usense porque resume, aunque sea a regañadientes, lo que dicen varios documentos españoles sobre este suceso histórico.)
Al decir ‘Estados Étnicos” nos referimos a los ya existentes estados prehispánicos de los tagalos, los ilocanos, los pampangueños, los bicolanos, los bisayas, los lumad de Mindanao y los moros de los sultanatos de Joló y Cotabato. Cada uno de estos estados tenía, y tiene, su propia lengua nacional. El de los tagalos es el tagalog, (que es la base inicial de la propuesta lengua nacional filipina); el de los ilocanos es el iluku; el de los bisayas son el bisaya, a base del sugbuhanon, del hiligaynon y del winaray; el de los moros es el tausug y el de los lumad es un enjambre de vernáculos que podría denominarse maguindanao.
Cuando los principales de estos prehispánicos estados aceptaron al Rey de España como su natural soberano, integraron de hecho sus respectivos Estados Étnicos al recién fundado Estado Filipino bajo la Corona de España. Bajo el Consejo de Indias, el estado filipino era una colonia de España, pero luego, bajo el Ministerio de Ultramar, Filipinas vino a ser otra provincia de ultramar de España con Cuba y Puerto Rico.
Manila, “la muy noble y la muy leal ciudad”, vino a funcionar como el asiento del gobierno central que tenía al castellano como su primera lengua oficial. Decimos primera porque el tagalo, el bisaya y el ilocano funcionaban como auxiliares idiomas oficiales.
De esta situación nace la literatura filipina que dividimos en cuatro etapas principales. La primera es la formativa, la segunda es la de crecimiento, la tercera es la de la plenitud y la cuarta es la de la decadencia, causada como es natural por la supresión del idioma castellano para dar paso a la imposición forzosa del idioma inglés.
La primera etapa tuvo como autores a peninsulares emigrados al archipiélago y a los chinos cristianos admitidos como subjetos españoles. Los principales autores de esta etapa formativa empezada en 1593 con la introducción de la imprenta son: Antonio de Morga (cronista penincular), Antonio Pigaffetta (cronista italiano) y los chinos cristianos: José María Nicaísay (1616,poeta), Juan de Vera Kenyong (1593,poeta e impresor), Tomás Pinpín (1608, poeta, gramaturgo, autor de la primera gramática castellana para tagalogs, e impresor tipográfico),Tomás Chuidian (1613, poeta), Carlos Calao ( 1614, poeta) y Fernando de Bagongbantâ (1608, poeta y traductor).
La etapa de crecimiento siguió a la de la formación y sus autores fueron Luis Rodriguez Varela (1814,poeta y ensayista), los presbíteros Mariano Gómez, José Burgos y Jacinto Zamora, y muchos otros más como los peninsulares y criollos Juan Álvarez Guerra, Navarro Capuli, Pablo Feced, Francisco de Cañamaque, etcétera.)
La etapa de la plenitud tiene por autores principales a Pedro Paterno, José Rizal, Marcelo H. del Pilar, Fraciano López Jaena, Antonio Luna, Gregorio Sansiangco, Apolinario Mabini, en su primera onda y a Cecilio Apóstol, Jesús Balmori, Teodoro M. Kálaw, Macario Adriático, Tirso de Irrureta Goyena, hasta llegar a Pacífico Victoriano, Manuel Bernabé y a Claro M. Recto entre tantos otros.
La etapa de la decadencia tiene por autores y escritores a Manuel Briones, Antonio Serrano, Benigno del Río, Enrique Fernandez Lumba, los hermanos Gómez Windham, Emeterio Barcelón y Barceló Soriano, Flavio Zaragoza Cano, Antonio María Cavana, José Santos Socorro, Aurelio Locsín, Teodoro Valdes, Bacani, Francisco Zaragoza Carrillo , Nilda Guerrero Barranco, Luis Nolasco, Adelina Gurrea, y tantos otros.
El número total de autores filipinos en español rebasa los ocho mil. Y sus obras pueden formar una enorme biblioteca de primera fuerza.
Entre los autores que todavía quedan en pie hasta estas fechas, tenemos a Edmundo Farolán Romero, a Federico Licsi Espino, Mariano Loyola, Concepción Huerta, y a Antonio Fernández Pasión.
Algunas cuestiones sobre la Hispanidad
por B. Piñar López
(El autor es Notario [fedatario público en España] y estuvo en el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid como director hasta que, tras un viaje por las Islas Filipinas, fue cesado por el gobierno por escribir un artículo en el periódico ABC contra la política exterior de los Estados Unidos, que en el archipiélago, estaba arrasando la cultura propia de Filipinas.)
La Hispanidad es un vocablo de uso corriente entre nosotros, y hasta se atisban o vislumbran de un modo confuso, al pronunciarlo, algunas de las ideas que en el vocablo se esconden y contienen. Hoy, la Hispanidad circula como una moneda de valor y cuño conocidos. Pero a nosotros, ahora y en este momento, nos incumbe algo más que recibir la moneda, examinarla superficialmente y dejarla correr en el mercado.
Desaprovecharíamos con estúpida frivolidad esta ocasión que la Providencia nos depara si no intentáramos -con la impresión de riesgo que la aventura implica- retirarnos con esa moneda a nuestro estudio a fin de considerarla con atención y minuciosa simpatía, de repasar, despacio y con amor, las honduras y el perfil de sus relieves, de recitar con pausa sus orlas y leyendas y de entrañarnos en su hechura para conocer con detalle su ingrediente y la ley que norma y preside su intima aleación.
¿Cómo y cuando se ha elaborado y construido la doctrina de la Hispanidad? ¿Cuáles son sus principios ideológicos? ¿Cuál es la empresa, el programa, el quehacer de la Hispanidad?
Porque, ciertamente, nosotros no hemos inventado la Hispanidad. Nos hemos limitado a bautizarla, a darle un nombre. Monseñor Zacarías de Vizcarra, Obispo Consiliario general de la Acción Católica Española, fue el feliz descubridor de la palabra. Y Ramiro de Maeztu, uno de sus teóricos y expositores, el que la propaga y vulgariza.
Pero la Hispanidad estaba ahí. Nosotros no la hemos edificado ni constituido. Nos hemos limitado a declararla, a proclamarla, a quitar los velos que la cubrían. Nos ha sucedido con la Hispanidad aquello que acontece con los astros y con los dogmas. No son nuevos, no nacen de la noche a la mañana. No se crean, ni se inventan cada día.
El astro está en su sitio, girando en su órbita desconocida para nosotros, hasta que llega un instante en que la triple concurrencia de un observador agudo, de un tiempo bonancible y de un instrumento hábil señalan, con precisión y exactitud, la diáfana presencia de la antes ignorada criatura sideral.
El dogma, igualmente, está embebido, navegando en el tesoro de la Revelación tradicional y escrita, vagamente percibido, expuesto a los choques de la discusión y la disputa, hasta que, agudizada la perspectiva histórica y asistido por la infalibilidad prometida cuando se trata de los graves asuntos que atañen a la fe, el Romano Pontífice declara la verdad que, so pena de herejía, deben aceptar y creer los hijos de la Iglesia.
Los mismos contradictores de la Hispanidad, los de dentro y los de fuera de nuestra dimensión geográfica, han contribuido, sin saberlo, a aclarar sus contornos. La reciedumbre y agresividad de sus ataques nos revelaba que había algo de peso que atacar, y como reacción y contraste, aquello que insultaban, menospreciaban y zaherían atrajo la curiosidad de muchos; al principio, con las precauciones y cautelas de algo que se reputa vergonzante y prohibido y, al fin, con el ímpetu, el entusiasmo y la generosidad de una causa que se estima grande y bella a la vez.
Fue así como una generación, luego conocida como la generación de la esperanza, pudo tener la sensación, espiritual y física, de que una entera y prolija comunidad humana había vivido en la plenitud de la Hispanidad.
La Hispanidad comenzó a percibirse cuando, por paradoja, empezó a retirarse, cuando dejo de vitalizar el conjunto, y ello por la sencilla razón de que, al igual que el hombre, las colectividades tienen un sistema nervioso que acusa la incomodidad y la falta de salud.
Estamos en el camino de retorno, enfermos, sí, pero con la ilusión rejuvenecida y alimentada por el tesoro de la experiencia. Esa experiencia, necesaria siempre, que cursa a los hombres y a las sociedades, que les da un cierto sentido para discernir y ponderar, nos ha revelado ahora, de un modo clarividente, que nuestro error, error grave y colectivo, no fue otro que asociar la quiebra del Imperio a la quiebra de la Hispanidad, es decir, de los principios ideológicos que la habían estructurado en el curso de tres siglos de amorosa convivencia. No fuimos capaces de percibir que el Imperio -aquel Imperio sin imperialismo, como alguien ha estampado con letras de molde- era tan sólo una fórmula política, un expediente pasajero, contingente, susceptible de mudanza y de cambio, sin que por ello padeciera la Hispanidad.
La Hispanidad era lo permanente, el espíritu con fuerza y energía creadora y fecundante, capaz de corporeizarse, de hacerse visible y operar a través de esquemas distintos. Estimamos que al devenir insuficiente e inservible la fórmula, también lo sustantivo se encontraba en liquidación, y con infantil alegría emprendimos la subasta.
De otro lado, no supimos tampoco caracterizar y calificar el hecho doloroso de la separación. Creímos que las Provincias emancipadas hacían, con el gesto independiente, una manifestación tajante, definitiva y pública de repudio a la España materna y progenitora que, cubierta de luto, lloraba la incomprensión de sus hijas, cuando la realidad era que la España de comienzos del XIX era la hija mayor que había desfigurado su rostro, la "vieja y tahúr, zaragatera y triste" que dibujara Antonio Machado y que repelía a la más noble juventud de América. Las provincias españolas de América y de Asia, Hispanoamérica y Filipinas, repudiaron a esa España en metamorfosis que se había traicionado a sí misma, pero no repudiaron a la Hispanidad. Más aún, por ser fieles a la Hispanidad, por entender que la España de su tiempo no respondía a las exigencias ideológicas del mayorazgo, se hicieron independientes y soberanas. No fue la Enciclopedia, ni un afán de mimetismo -aunque todo ello tuviera su influjo-, lo que produjo el parto de veinte naciones en la configuración política del universo. Fue un proceso desintegrador, incubado y desarrollado exclusivamente de puertas para adentro, la lucha entre el absolutismo centralizador de la monarquía borbónica de signo francés y el régimen tradicional criollo de los Cabildos abiertos y de los Congresos generales; y aunque después el alejamiento de la Hispanidad se generalizara -que no fue vano el grito suicida de "¡Libertémonos de nuestros libertadores!"-, lo cierto es que la Independencia fue desgajamiento de España y afirmación de Hispanidad.
La España oficial, el equipo dirigente de la Nación, había renegado de los valores que nos engendraron a la existencia histórica. Ya el 30 de marzo de 1751, el Marqués de la Ensenada escribía al embajador Figueroa: "Hemos sido unos piojosos llenos de vanidad y de ignorancia."
De aquí, al análisis exacerbado y punzante de los hombres del XIX no había más que un paso. Como escriben Areilza y Castiella en su magnífica obra Revindicaciones de España, la postración nacional, subsiguiente la Independencia y emancipación americana, se halla atravesada por un río caudaloso de hipercrítica afrancesada y liberal que se suma satisfecha a la tesis de la "leyenda negra", que comparte, saboreándolos, los puntos de vista de nuestros enemigos y que asienta y consolida la tesis de la decadencia española. como algo fatal e inherente a la Nación.
Cuando llega el año del desastre, cuando es preciso, ante la perdida de Cuba y Filipinas: recoger la bandera y apretar los dientes, exclamando con versos del poeta Ramos Carrión:
Hoy desmayada y triste
con humildad se pliega:
amarilla de rabia
y roja de vergüenza.
España se hunde en una atmósfera de hastío y de fatiga. Hay como un dolor amargo, como una temperatura alocada y febril que hace, en su delirio, bancarrota de valores. Todo se ha vuelto triste y feo. Se diagnostica, con nausea, de nuestra Historia y de nuestro presente. Para Unamuno, "los pueblos de habla española están carcomidos de pereza y de superficialidad". Baroja asegura que América y el catolicismo son las dos trabas que habían entorpecido la grandeza de España. Costa propone que se cierre con dos llaves el sepulcro del Cid, y Cánovas, el restaurador, comentando, a su modo, la Constitución de 1876, afirma con sarcasmo y con burla que "son españoles... los que no pueden ser otra cosa".
¿Cómo sorprendernos, pues, ante esta condenación brutal de nuestro pasado histórico, de aquellas generaciones hispanófobas y positivistas que subsiguen a los libertadores de América? ¿Cómo admirarnos de los insultos de Sarmiento y de la frase terrible del ecuatoriano Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo: "Vivimos en la ignorancia y en la miseria"? ¿Cómo extrañarnos de aquel grito: "¡Despañolización!", que fórmula el chileno Francisco Bilbao, o del ímpetu soñador de Luis Alberto Sánchez, que quiere "hacerlo todo de nuevo, y todo sin España"?
Hoy, el transcurso del tiempo, la serenidad y la pausa de la investigación y el acontecer histórico nos permiten asignar a ese conjunto histérico y dramático de vejaciones y denuestos su alcance limitado.
Si en un principio los hombres que presentían la Hispanidad podían sentirse irritados e increpar a los enemigos como se increpa a Calibán, el monstruo shakesperiano: "te doy el don de la palabra y con ella me maldices", en la hora presente os habéis dado cuenta, vosotros los hispanoamericanos, de que "hablar mal de los conquistadores -como ha dicho el uruguayo José Enrique Rodó- es hablar mal de vuestros abuelos, porque más tenéis vosotros de tales conquistadores que aquellos que permanecimos en la Península"; y nos hemos dado cuenta, nosotros los españoles -como escribe Ramiro de Maeztu-, que al fiin y al cabo es preferible que nos insulte un hombre de Hispanoamérica a que nos adule Mr. Taft, porque cuando alguno de vosotros nos insulta, nos insulta porque nos quiere, porque, a despecho de sus palabras, le hierve la sangre española, le duele España y quisiera transfundirla y rehacerla a imagen y semejanza de su ideal.
¡Bienvenido sea el dolor si es causa de arrepentimiento! Porque hay un dolor que naufraga en la angustia y que termina en la tragedia suicida del nihilismo. Pero hay también un enfoque cristiano del dolor que nos refugia en la eternidad, que nos hace humildes, que nos purifica y eleva, que nos devuelve y retorna la voluntad de vencer, con un firme y definitivo propósito de la enmienda.
Nosotros no detestamos el dolor de los hombres que vivieron la amargura del desastre. Lo que repudiamos en algunos es el derrotero espiritual y político de su dolor, el ver tan solo "una España que muere y otra España que bosteza", el no descubrir, como Rodó, la España niña, la España núbil que aguarda la hora propicia de enviar al mundo el mensaje nuevo de su eterna y vigorosa juventud.
Por eso, porque en mi Patria hubo una alegre y heroica juventud que creía en la España núbil, porque alguien dijo, frente al sarcasmo de Cánovas, que "ser español era una de las pocas cosas serias que se podía ser en el mundo", porque no creímos en la decadencia que es fruto de una enfermedad interna, sino en la derrota por imperios rivales; porque entendimos que es estúpido dar la razón a los vencedores por el hecho simple de su victoria; porque hay una diferencia clara entre los vencidos después de la lucha y los cobardes que de la lucha desertan, nos pusimos en pie dispuestos a romper para siempre las dos grandes losas que angustiaban la vida de la Nación: por abajo, la losa de la injusticia social, y por arriba, la falta de un sano y auténtico patriotismo. Aspiramos a empalmar el ayer con el mañana, a fundir lo social y lo nacional bajo las exigencias religiosas, y a aupar a España buscando su esencia y su quehacer histórico, porque, como reza un himno: "del fondo del pasado nace mi revolución".
Mas no creáis que aquella etapa de la amargura y del cansancio se presenta tan oscura y sombría. Un instinto casi irracional pugnaba por abrirse paso en una atmósfera saturada de reservas. A su conjuro, las naciones de nuestra común estirpe se sabían hermanas, compañeras de un destino unánime, personajes de igual categoría en una empresa universal y humana.
En la vía próxima de la auscultación, acercando el oído al aliento popular, estaba claro que una misma lengua permitía comunicarse y entenderse a los hombres que vivían del norte al sur y del este al oeste de aquella dilatada vastedad. Andrés Bello, el insigne venezolano, entiende que frente a todo separatismo lingüístico, "esta unidad de lengua hay que conservarla celosamente, como el vínculo inmortal de España con las naciones de América que de España descienden, como un medio providencial de comunicación y un vinculo fraterno entre las naciones de origen hispano". Por esta razón, Andrés Bello, al escribir su Gramática castellana para americanos, emula la misión de Antonio de Nebrija y, siguiendo su pauta, el argentino Amado Alonso, el venezolano Rafael María Baralt y los colombianos José Eusebio Caro, Rufino José Cuervo y Mario Fidel Suárez, con plenitud de facultad y de derechos, legislan acerca de nuestro idioma. José Martí, artífice de la independencia cubana, escribe sin ambages: "Buena lengua nos dio España", agregando: "Quien quiera oír Tirsos y Argensolas ni en Valladolid mismo los busque..., búsquelos entre las mozas apuestas y los mancebos humildes de la América del Centro, donde aun se llama galán a un hombre hermoso, o en Caracas, donde a las contribuciones dicen pechos, o en Méjico altivo, donde al trabajar llaman, como Moreto, hacer la lucha". Y es que, de una parte, mientras más se estudia el habla criolla, tanto más se convence uno de que muchas voces y giros que en América se estiman de origen guaraní, quechua o araucano son genuinamente españolas, y, de otra, que siendo patrimonio común el castellano, un giro que nace en Castilla no tiene más razones paraa prevalecer e imponerse que otro nacido en Lima o en Tegucigalpa.
Se produce así un fenómeno de intercambio y ósmosis. Rubén Dario y Valle Inclan popularizan entre nosotros los llamados americanismos. Se fundan, en pleno siglo XIX, las Academias americanas de la Lengua correspondientes de la Española, y en el II Congreso de las mismas se reafirma la unidad del lenguaje y, como una prueba de abertura, se reconoce, admite y legitima el "seseo".
Ese examen de lo auténticamente popular, por encima de la extravagancia y desentrenamiento de las clases mas cultas, pone de relieve el origen peninsular del folklore de Hispanoamérica. Como dice Joaquín Rodrigo, la primera música que llega al nuevo mundo es la música popular española: los sones de guitarra, las coplas y los bailes del pueblo; y es esta música la que, al entrar en colisión con la música aborigen, la desaloja en parte de los oídos y de la memoria y en parte se mezcla y se funde con ella. De este modo, la ranchera de Méjico, el merengue de Santo Domingo, el son-chapín de Guatemala, el punto guanasteco de Costa Rica, el joropo de Venezuela, el bambuco de Colombia, la marinera del Perú, la cueca de Chile, la samba argentina, el yaravi de Bolivia, el kundiman de Filipinas, y la guaranía del Paraguay, responden a una temática común de ritmo y de armonía y denuncian el aire familiar hispánico. No hay en ellos, como escribe Barreda Laos, ni estridencias ni saltos acrobáticos; hay suavidad y dulzura de abandono. Hispanoamérica, cuando se aparta del snobismo de la moda y baila con su propio sentido, busca la gracia leve del arte y no el automatismo mecánico de los pies; se entrega a la melodía del alma y huye del ruidoso estrépito.
En uno y otro lado se conservan, al través del tiempo, las mismas canciones populares. Pedro Massa, argentino, escucha emocionado, a la altura de Baeza, una seguidilla familiar en su patria:
"Me enamoré -jugando-
de una María;
cuando quise olvidarla
ya no podía."
Y en Santiago del Estero aún se escuchan coplas del cancionero medieval de España:
"Las estrellas del cielo
son ciento doce;
con las dos de tu cara,
ciento catorce."
¡Cómo admirarnos, pues, de la influencia de Albéniz en los músicos criollos y de la acogida fraterna en la península de vuestras canciones, que repiten sin cansancio de los oyentes las orquestas y los tríos musicales, y que se ponen de moda y se escuchan desde Madrid y Barcelona hasta los cortijos andaluces y los caseríos de Navarra! Es que existe un fondo lírico y musical común adentrado en la conciencia de los hombres hispánicos, los cuales, ante un ritmo concreto, levantan el espíritu, se contagian de alegría o de tristeza, esbozan una sonrisa de humor o empanan los ojos con lagrimas leves y furtivas.
En esa vida diaria y popular, lejos de las urbes abigarradas y cosmopolitas, se conserva profundo y enraizado el sentimiento hispánico de las nacientes soberanías. En los campos abiertos, en la pampa, en la sabana y en el llano sobre los corceles que arrancan su linaje de los caballos andaluces que sirvieron de cabalgadura a los hombres de la conquista, los vaqueros de Méjico, los guasos de Chile, los gauchos del Río de la Plata, los llaneros de Venezuela y los cow-boys de los Estados Unidos, contribuyen, con su anónimo cabalgar, a la extensión de las fronteras.
La estampa airosa del caballo sirve de trampolín para el recuerdo de la conquista. "después de Dios, debemos la victoria a los caballos" había escrito Bernal Díaz. "A la Jineta -asegura el Inca Garcilaso -se ganó mi patria"
Sin duda por ello, Santos Chocano canta la epopeya de los corceles andaluces:
"¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Sus pescuezos eran finos y sus ancas
relucientes y sus cascos musicales.
¡No! No han sido los guerreros solamente
de corazas y penachos y tizonas y estandartes
los que hicieron la conquista
de las selvas y los Andes.
Los caballos andaluces, cuyos nervios
tienen chispas de la raza voladora de los árabes.
estamparon sus gloriosas herraduras
en los secos pedregales,
en los húmedos pantanos,
en los ríos resonantes,
en las nieves silenciosas,
en las pampas, en las sierras y en los bosques y en los valles
Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!"
Todo aquello que sirve de talismán y de piedra de toque para que el alma del pueblo, sin engaño y sin artificio, se manifiesta y se desborda, trasluce de inmediato una misma conformación espiritual.
Este transfondo de unidad se palpa cuando lo "nuestro", lo de "todos", tiene que luchar y que enfrentarse con una circunstancia hostil o indiferente. Así, en Nueva York, todos los años se celebra el desfile de los "hispánicos", cuyo contingente más numeroso, los emigrados de Puerto Rico, han hecho del castellano un idioma familiar en la urbe y obligatorio en las escuelas; y en Los Ángeles, donde los nietos de mejicanos continúan hablando su lengua de origen, y donde los "espaldas mojadas", al rellenar los cuestionarios oficiales, ponen orgullosamente en la casilla señalada para el país de procedencia, spanish, es decir, "hispánico".
Hombres de nuestros países luchan y trabajan en los países ajenos como en el propio. Los reveses de la fortuna o de la política no impelen ni constriñen a una radical expatriación, porque, sobre unas fronteras artificiales, se repite y reproduce el ambiente de familia.
Hay fenómenos que, no obstante afectar de un modo directo e inmediato a una de las naciones que integran nuestro mundo, dan origen en todas ellas a una tensión unánime, profunda y general. La guerra de España, el justicialismo de Perón, el A. P. R. A. del Perú, los movimientos políticos de Belice y el fidelismo cubano son hechos palpables y suficientes que explican, sin aclaraciones ni comentarios, la realidad operante de esta conciencia colectiva de los pueblos hispánicos.
Esa conciencia colectiva está como traspasada e impregnada de una profunda religiosidad. Los avatares de la Independencia, la ausencia de clero y su falta de ejemplaridad en muchos casos, la instigación y la propaganda de las sectas, el Estado agnóstico o beligerante en la persecución y la escuela laica, no han sido capaces de arrancar el sentido católico romano de nuestros pueblos. Aunque es verdad, como alguien ha dicho, que son muchos los hispánicos que no acuden a las iglesias, la realidad es que, en su inmensa mayoría, en su unidad moral, viven en la Iglesia y se saben miembros de su mística corporeidad.
Por mucho que se haya intentado identificar a la Iglesia con la antigua Monarquía española, dando a entender que era patriótico luchar contra ambas, lo cierto es, como demuestra Hichard Patte, que la Independencia de las naciones hispanoamericanas nada tuvo que ver con la Iglesia como tal; no hubo entonces, durante las jornadas difíciles y turbulentas de la emancipación, ni un solo caso de anticlericalismo ni de hostilidad a la Iglesia, y el mismo Bolívar, en sus consejos, tantas veces, por cierto, desatendidos, dice textualmente: "Me permitiréis que mi último acto sea el recomendaros que protejáis la santa religión que profesamos y que es el manantial abundante de las bendiciones del cielo."
Entre esas bendiciones, aquella que ha servido para mantener esa confirmación católica del Continente americano de origen español, ha sido, sin temor a dudas, la devoción a la Virgen. Bajo el signo de María se descubre América. La jornada memorable del descubrimiento estaba ya bajo el dulce y amoroso patrocinio de la Señora y como si ello no fuera bastante la misma Señora alzó en aquella mañana todo un mundo nuevo arrancado de las tinieblas de lo desconocido, pare elevarlo aún más alto en el trono de su reinado maternal.
Bajo el signo de María se fundan las ciudades como La Paz, La Asunción o Nuestra Señora del Buen Aire, se bautizan ríos y ensenadas, se erigen escuelas y universidades, y en la roca del Tepeyac se aparece nuestra Madre al indio Juan Diego, se dibuja y reproduce en su tilma y, como queriendo refrendar desde la altura la Hispanidad naciente, le habla al indio en castellano e inunda su mantón, cuando el Obispo Zumarraga le exige las pruebas del prodigio, con un manojo fragante de rosas de Castilla.
María deviene así la Regina Hispaniarum Gentium. El Gobierno independiente de Caracas jura defender; como lo habían hecho tantos municipios españoles, el privilegio de la Concepción Inmaculada de la Señora, y la Señora, bajo las bellas y emotivas advocaciones de Luján, del Carmen y la Aparecida, de la Caridad del Cobre de la Alta Gracia, de Caacupé, de Copacabana, de Chiquinquira, de Coromoto, de Suyapa, del Carmen, de la Merced, es proclamada Patrona Celestial de los países soberanos e independientes de Hispanoamérica.
Este fenómeno de la unidad, lleno de vida y palpitación, no podía por menos de conmover y subyugar a quienes en América, España y Filipinas advenían a la cultura libres de prejuicios y con lealtad, valor e intrepidez bastantes pare hacer tabla rasa de los mismos. Ellos son los que integran esa generación de la esperanza a que antes aludíamos, una generación cuya perenne fidelidad nos asegura, para un futuro quizá próximo e inmediato, un trueque de rotulo y bandera.
Porque la esperanza, como la fe, en frase de San Pablo, son virtudes para la dureza, la austeridad, la zozobra y la incertidumbre del camino, y siendo la caridad la virtud que permanece a la llegada, cuando la unión y la entrega se consuman, nos es lícito entender que a muchos de estos esforzados caballeros de la Hispanidad, entrevistos por la mirada soñadora de Maeztu cabrá en suerte la providencial tarea de tejer y edificar, con su amor y su talento, la continuidad de los pueblos hispánicos.
En esta línea de pensamiento, al proyectar sin celajes la mirada sobre el tremendo episodio de la conquista y del trasvase subsiguiente por España a los pueblos de América del tesoro envidiable de la cultura cristiana y occidental, que otros países europeos, por contraste, guardaron con celo para sí, se multiplican las frases, los párrafos, las estrofas, los libros de admiración, de agradecimiento y de sorpresa.
En Ecuador, Montalvo no vacila en decir:
"¡España! Lo que hay de puro en nuestra sangre y de noble en nuestro corazón, de claro en nuestro entendimiento, de ti lo tenemos, a ti lo debemos. Yo, que adoro a Jesucristo y que hablo la lengua de Castilla, ¿cómo habría de aborrecerla?"
Y Benjamín Carrión estampa sin miedo esta frase tan bella:
"España, que nos hizo la visita de las carabelas, nos dejo la herencia de la cruz y la lengua, la lealtad, el honor y la aventura."
Y José Rumazo, el poeta de hoy, escribe:
"Recordada en la sangre, España mía."
"Renegar de España, el punto de partida -escribe el argentino Manuel Ugarte-, es edificar en el viento".
"España -dice el también argentino Julio Soler Miralles- nos ha dado la concepción del hombre cabal. Por ello y porque nos ha dado aquello que vale más que la vida, que es el estilo y la fe, que Dios la bendiga."
Y hasta el propio Juan Domingo Perón, hubo de afirmar:
"Si la América española olvidara la tradición que enriquece
su alma... y negara a España, quedaría instantáneamente
baldía."
"Si hemos de mantener alguna personalidad colectiva -argumenta el uruguayo José Enrique Rodó- necesitamos conocernos en el pasado, divisarlo por encima de nuestro suelto velamen y confesar la vinculación con el núcleo primero. Sólo así -concluye- tendremos conciencia de continuidad histórica, abolengo, solar y linaje en las tradiciones de la humanidad civilizada."
"Hemos sido educados en la leyenda negra -grita con ademán airado el chileno Augusto Fontaine Aldunate- cuando nos son precisas y con urgencia lecciones de hispanidad, es decir, de un modo noble y señorial de ser y de comportarse como hombre."
"¿Por qué se oculta en las historias oficiales de mi país -nos dice el mejicano Alberto Escalona Rammos- que durante los siglos virreinales Méjico era la capital de un mundo que se alargaba desde Honduras al Canadá?"
"¿Es qué acaso se quiere -como protesta Vasconcelos con su indignación justificada- que reneguemos de un pasado grandioso, que liquidemos nuestra médula cristiana y española y nos transformemos y convirtamos en parias del espíritu?"
"¿Es qué se olvida que tan sólo España es -como afirma don Alfonso Reyes- el camino de nuestra América?"
"¿Es qué acaso España no es la Madre y -como asegura Porfirio Díaz- sigue siéndolo, porque las maternidades no prescriben ?"
"Nosotros somos, amigos europeos -dice como en una arenga el nicaragüense José Coronel Urtecho-, la España americana"
"España está en nosotros" -escribe su compatriota Ycaza Tijerino-.
"Y nosotros -agrega el colombiano Eduardo Caballero Calderón -salvaremos la levadura española en los pueblos de Hispanoamérica, porque España es como una levadura sin la que el pan puede, desde luego, fabricarse, mas con el castigo casi bíblico de que ni la masa crece ni el pan se degusta."
España está así como metida en el alma de Hispanoamérica, y son los versos, la expresión más alta y encendida de la belleza, los que se desbordan en rimas subyugantes.
En Méjico, Amado Nervo, en su poema "Águilas y leones", escribe:
¡Oh España...!
Los pueblos hermanos que en ti fijos
tienen los grandes ojos, negros. soñadores,
te brindan sus estrellas, sus manos enlazadas,
sus vivos gorros frigios.
¡Somos de raza de águilas y de leones!
Tengamos esperanza.
Y en Guatemala, Manuel José Arce y Valladares, en "Los argonautas vuelven", dice:
Y una raza -india, núbil- desgarrada
en la violencia del primer encuentro;
y el abrazo de sangre del mestizo
como tierno maíz al sol granado.
La cruz proliferó las selvas vírgenes,
de sol de fe de España jamás puesto,
y mi sol tropical hinchó de zumos,
de oro y de glorias nuevas toda España.
Y en Panamá, Enrique Grenzier, grita:
¡Mentira! Tú no estás en decadencia,
noble, gloriosa, bendecida España.
No estás en decadencia como dicen,
estás en gestación cual la crisálida.
Y en Venezuela, Andrés Eloy Blanco, en su "Canto a España", casi reza:
Yo me hundí hasta los hombros en el mar de Occidente.
Yo me hundí hasta los hombros en el mar de Colón,
frente al sol, las pupilas, contra el viento la frente,
y en la arena sin mancha, sepultado el talón.
Halla en España mimos y en América arrullos,
¡el mismo vuelo tiendan al porvenir las dos!
y el mundo estupendo verá las maravillas
de una raza que tiene por pedestal tres quillas
y crece como un árbol hacia el cielo, hacia Dios.
Y en Colombia, José Joaquín Ortiz, se expresa de este modo
El recuerdo de España
seguíamos doquiera.
Todo nos es común: su Dios, el nuestro,
la sangre que circula por sus venas
y el hermoso lenguaje;
sus artes, nuestras artes, la armonía
de sus cantos, la nuestra;
sus reveses,
nuestros también, y nuestras
las glorias de Bailén y de Pavía.
Y en Chile, Gabriela Mistral, en "Salutación", amonesta:
"Y he dicho al descartado que destiñe lo nuestro
que en español es más profundo el Padrenuestro.
Soy vuestra y ardo dentro la España apasionada
como el diente en el rojo millón de la granada.
Os fue dada por Dios una virtud tremenda:
el ganar el botín y abandonar la tienda;
perder supieron sólo España y Jesucristo,
y el mundo todavía no aprende lo que ha visto."
Y en Argentina, Ignacio B. Anzoátegui, en "Distancia y presencia de España", proclama:
Presencia
del cielo de España
que puso una cruz en el cielo,
para que la ausencia
tuviera un poco de España y de anhelo.
Y en Paraguay, José Antonio Bilbao, se emociona:
Tú, madre España, patria antigua, gozas
tu piel de mar a mar bien extendida
-camino de tu sangre y de tus rosas-
estás con sangre a nuestra piel cosida.
En Filipinas, Manuel Bernabé, canta:
Filipinas, la Virgen marinera
salta de una ribera a otra ribera
montante en trampolín de nipa y caña,
y os trae, como regalos del Oriente,
los dos soles que bailan en su frente:
la fe de Cristo y el amor a España.
Y Claro Mayo Recto, en "Elogio del Castellano", nos arenga:
No en vano por tres siglos tus ejércitos
han levantado en mi solar sus tiendas,
y vieron el prodigio de mis lagos
y de mis bellas noches el poema;
no en vano en nuestras almas imprimiste
de tus virtudes la radiosa estela
y gallardos enjoyan tus rosales
plenos de aroma las nativas sendas.
No morirás en este suelo
que ilumina tu haz; quien lo pretenda
ignora que el castillo de mi raza
es de bloques que dieron tus canteras.
Pero no basta con este cambio de mente. Era preciso que un soplo de primavera llegara hasta nosotros e hiciera florecer en nuestro invierno helado las flores fraternales de una misma esperanza.
(Se continará)
EL IDIOMA CRIOLLO DE FILIPINAS
por Guillermo Gómez Rivera
RAÍCES DEL CRIOLLO FILIPINO
CHABACANO es la palabra castellana que, en Filipinas, se refiere a un vernáculo popular tenido por vulgar, viciado, o indisciplinado.
Ante lo que se entendería como un lenguaje culto, el chabacano, como idioma, viene a ser sinónimo de un "neologismo plebeyo", o "de una variación lingüística que se caracteriza por una persistente rebelión ante lo que es la regla gramatical de una lengua plenamente desarrollada", en este caso: el español o castellano.
Estos conceptos explican la razón tras la calificación del idioma chabacano, sea de la Ciudad de Cavite en Luzón o de la ciudades de Zamboanga, Basilan y Cotabato en Mindanao, como "lenguaje de tienda", “lenguaje del Parian” o "lenguaje vulgar de la calle" por parte de los ilustres filipinos de habla-española.
Pero, con el andar del tiempo y del uso cotidiano, lo que se llama “chabacano” también va poniéndose de relieve en su otro nombre que viene a ser lo correcto. Y ese otro nombres es: “idioma criollo”.
Hasta 1940, otras comunidades filipinas, como las de los arrabales manileños de la Ermita, Binondo y Paco, además de las ciudades de Davao, en Mindanao Oriental y la de Joló en el archipiélago moro de Sulú, también tenían sus respectivos variantes de lo que genéricamente se conocía como el chabacano, o criollo, del español.
Y es que todos los idiomas filipinos, incluyendo el tagalo y el bisaya, son chabacanos del idioma español a un grado mayor o menor si se ha de considerar la influencia española en los mismos como un irreversible resultado de la historia.
El tagalo, o Filipino, por ejemplo, tiene más o menos 8,000 palabras raíces. Esta cifra de 8,000 se obtuvo tras la purificación, hecha adrede, del mismo idioma tagalo de sus hispanismos. Esto quiere decir que si el tagalo no hubiese sido adredemente “purificado” por la intervención sectaria de usenses WASP (White Anglo-Saxon Protestants), siendo uno de los más señalados el Secretario del Interior y Vicegobernador General Dean C. Worcester (1906-1912), el número de sus hispanismos sería más grande de lo que ahora se da oficialmente (Unas conversaciones con el abuelo, Don Felipe, y el tío-abuelo, Don Guillermo Gómez Wyndham, Manila e Iloilo en los años 40 y 50. GGR, Inéditas.).
Pues bien. De las 8,000 palabras raíces que el “Institute of National Language” admite según su famoso Director, José Villa Pañganiban, 5,000 son de origen español (Vide: Introducción del libro Spanish Loan Words por JVP, publicado en Manila, 1957. É, Introducción al Balarila por Lope K. Santos, Manila, 1936-1947).
Además de esta influencia vocabularial proveniente del idioma español, queda otra herencia más profunda. Nos referimos a la introducción en el tagalo, y en casi todas las otras lenguas principales de estas islas, de los fonemas, o vocales, E y O. Es un hecho que antes de la presencia española, todas las lenguas del país tan solamente tenían tres fonemas, o vocales, en la A, la I, y la U. Estas prehispánicas vocales se introdujeron por obvia influencia del idioma árabe, que vino con la islamización de Joló y partes pequeñas de Mindanao.
En cuanto a estructura y vocabulario, cuando un visayo dice: "Abrihí ang puerta” o “ Cerrahi ang vintana", lo que demuestra no es nada más que una afinidad lingüística, muy próxima, a lo que se denomina como el chabacano del español. Más que el tagalo de nuestros días, la influencia española en el bisaya-cebuano, en el bisaya-hiligaynon, en el bisaya-aclán y en otras lenguas bisayas, es decididamente más fuerte.
Con la influencia española que citamos, no es nada de extrañar el encuentro con la misma condición criollo-hispánica, o chabacana, que se demuestra por parte de cualquier tagalo cuando nos dice: "¡Naloco na! ¡Lunes ñgayon at a las nueve na! Maaatraso ako sa oficina". “Apurahin mo na ñgâ yung aking almusal…”.
Ese "na" tagalo y visayo es la corrupción del "ya" español, aunque ciertas otras autoridades insistan que el mismo "na" es exclusivamente de origen portugués. Y nos inclinamos a creer, en parte, esta tésis por la emigración ternateña a Manila desde las Molucas.
Pero, como en el caso de muchas otras voces chabacanas que se clasifican
como portuguesas en su origen, el uso de la voz "na" en tagalo, como en
visaya, tiene alguna desemejanza con el "na" portugués en su uso
frecuente,----aunque también se dan ocasiones en que el mismo "na" tienda
a representar lo que en portugués es en la.
Y es que lo que generalmente se entiende como influencia del portugués
también puede ser, en realidad, influencia de un castellano antiguo que se
parece mucho a lo que hoy es portugués.
No podemos descontar el hecho de que el castellano de los Reyes Católicos,
Fernando e Isabel, posiblemente se asemeje más al portugués que al español
de nuestros días como bien nos puede demostrar alguna poesía del Arcipreste
de Hita.
2. EL TERNATEÑO DE LAS MOLUCAS
Como ya indicamos, no debemos ignorar el hecho de que, durante el siglo
diecisiete, los españoles habían traido a Manila, procedentes de la isla de
Ternate en las Molucas, ---y que hoy es territorio de Indonesia---, unas dos
cientas familias cristianas que hablaban una jerigonza del portugués, del
castellano y del malayo. Estos ternateños fueron asentados, a su llegada, en
las afueras de Intramuros de Manila y en un lugar que
se conociá como "Bagumbayan", es decir "Pueblo Nuevo", y que es el sitio
donde el parque de la Luneta de nuestros días hoy se encuentra.
Pero, los ternateños tuvieron que trasladarse a un pueblo, que hasta hoy se
llama Ternate en la provincia de Cavite, porque los militares de Manila,
después de la invasión inglesa en 1762, decidieron quitar de su sitio al
pueblo de Bagumbayan para dejar un
campo libre delante de la muralla sureña de Intramuros por el que se verían
mejor a los que intenten atacar a la ciudad.
Queda, por otro lado, la percepción de que la relación de los ternateños al
chabacano de Zamboanga es un punto ambiguo en la historia de este vernáculo,
---aunque ciertas investigaciones tiendan a afirmar que el criollo de
Zamboanga también tuvo su origen en el ternateño. Se alega que se verificó
una escala por Zambaonga por parte de los ternateños antes de llegar a
Manila, en Luzón.
Los hechos históricos no sostienen, sin embargo, esas investigaciones en
cuanto a la lingüística con relación al chabacano de Zamboanga, Davao,
Cotabato, Binondo, Ermita y Pacò. El chabacano de estas comunidades
filipinas, salvo la de Ternate en la provincia de Cavite, muy poca, o casi
nada, de relación tienen con la variación engendrada en las Molucas.
3. EL ORIGEN DEL CRIOLLO ZAMBOANGUEÑO
Los comienzos del chabacano, hoy denominado también como "el criollo
zamboangueño", se araigan en la misma fundación del pueblo y fuerte de
Zamboanga en marzo de 1635.
Don Balbino Saavedra, el reconocido historiador de Zamboanga y Basilan, nos
cuenta que fue en una fecha anterior, pero dentro del mismo mes de marzo de
1635, cuando el Capitan Juan Chávez zarpaba, con tres cientos españoles y
mil soldados visayos, provenientes del Fuerte de San Pedro de la Villa de
Cebú, Visayas, a lo que era "Samboañgan", una ranchería de la tribu
medio-musulmana de Lutaos del sud-occidente de Mindanáo.
( La palabra "Lutao" en bisaya significa "flotante" o "gente" que flota con
el mar". La lengua más extendida entre los moros filipinos, el Tausug, da
la misma definición al nombre "Lutao".)
Unos días después de la llegada del mencionado Capitán Chávez, el misionero
español, Fray Pedro Gutiérrez, posiblemente un agustino calzado, también
llegaba a Samboañgan con un enorme grupo de islenos cristianos que,
procedentes de varios puntos de Luzón y Visayas, se habían previamente
reunido en el pueblo de Dapitan, situado en el norte de lo que hoy es la
península de ambas Zamboangas, ( la del Norte y la del Sur ), para verse
conducidos a la misma ranchería sureña por un noble indio lutao que se llamó
Pedro Piantón.
Los que integraban el enorme grupo del Padre Gutiérrez hablaban varias
lenguas isleñas y a duras penas se entendían mutuamente.
Aunque los pertinentes documentos históricos sobre Zamboanga no lo digan
tácitamente, se puede entrever la decisiva intención, por parte de los
conqiustadores españoles, de fundar Zamboanga e instalar en ella un fuerte
con el objectivo de socavar la supremaciá naval de los moros en el sur del
archipiélago filipino.
Por eso, la construcción del fuerte de Nuestra Señora del Pilar en Zamboanga
tenía por objetivo separar, mediante un bloqueo naval, a los moros de Joló
y a los de Cotabato con los que poblaban aisladamente el centro de Mindanao,
particularmente los moros de las provincias que hoy se conocen con los
nombres de Lanáo. (*posiblemente de la frase castellama "La nao"), del
Norte y Lanáo del Sur.
El mencionado bloqueo naval consiguió, muy al parecer, la desunión entre los
moros del ya distante archipiélago joloano que se encuentra más próximo a
los estados musulmanes de Malasia y Brunay, de los que se encuentran en
Cotabato y Lanao en el centro casi de la isla de Mindanao.
(*La Nao de Manila: asi se llamaba cada una de las naves españolas,
colectivamente conocidas como "los galeones de Acapulco", que negociaba la
enorme distancia entre Mexico y Manila durante un periodo de más de dos
siglos. Constituían el único eslabón político, mercantil y cultural, entre
las Islas Filipinasal y el antiguo Virreynato de la Nueva España, hoy
Mexico.
Las aludidas provincias de Lanao tomaron su nombre de un buque de guerra que
los españoles, según una casi olvidada tradición, desmantelaron en
Oroquieta, Misamis Oriental, y que llevaron, pedazo por pedazo, a la laguna
de La Nao, que se encuentra miles de pies sobre el mar, donde nos lo
reconstituyeron para que subyugue a cañonazos a las tribus moras que vivian
en derredor del mismo.
Es por eso que dicho lago y las dos provincias en su derredor comparten el
mismo nombre de "Lanáo". (Discurso-Relato de Don Balbino Saavedra.
La influencia filipina en la arquitectura del occidente mexicano (2a Parte)
por Adolfo Gómez Amador
El desarrollo de la tecnología constructiva derivada de la presencia filipina y de la palma de cocos se dio en sólo dos etapas, la adaptación y el arraigo durante el siglo XVII e inicios del XVIII, y la extensión durante los siglos XVIII y XIX, principalmente en los estados circundantes de la costa del Pacífico; con una particularidad, el estado de Guerrero tuvo su propia cuna pero en una escala menor, ya que existió la presencia de numerosos filipinos provenientes de la nao de China que tenían como destino ese puerto, pero no encontraron las condiciones propicias para poner en práctica de manera tan amplia su iniciativa constructora, como se vio en el caso de la provincia de Colima.
Para que se produjera el la influencia filipina en la arquitectura concurrieron una serie de hechos y circunstancias que a continuación enumeramos.
En primer lugar, la condición histórica de la fundación de la villa de Colima en un tiempo precoz.
En segundo término, las condiciones geográficas determinadas por la existencia de dos puertos en la provincia y del relativo aislamiento respecto a la capital política de la Nueva España.
En tercer lugar, la situación política derivada del conflicto de intereses de la corona y los vecinos de la villa de Colima.
Y por último, las condiciones naturales, tanto geológicas como climáticas, que derivaron en la negativa de la tierra a ofrecer riquezas inmediatas.
El hecho histórico de que la villa de Colima fuese una de las primeras fundaciones españolas en la Nueva España (1523) permitió a los vecinos reclamar un derecho de sangre por ser descendientes de conquistadores y no simples colonizadores. Por otra parte la posición estratégica de la villa respecto a dos puertos hacía reclamar derechos por servicios prestados a la corona. Entre los vecinos predominaba el sentimiento de que la corona estaba en deuda con ellos, y debía permitirles enriquecerse con cualquier bien a su alcance en este territorio; uno de estos medios era la producción y venta en el territorio de la Nueva España del vino de cocos.
La corona tenía el compromiso de defender los intereses de los residentes en la península y proporcionarles la riqueza que también ellos esperaban, una de las formas era la ampliación del mercado para sus productos; debía garantizarles que en los territorios conquistados también se consumirían sus mercaderías, algunos de esos productos eran precisamente los vinos y destilados europeos.
Otras condiciones concurrieron en el fenómeno: las expectativas que suscitaron en los conquistadores los puertos de Salahua y de la Navidad que habían sido uno de los factores para la fundación de la villa, sin embargo su aislamiento respecto a la capital novohispana provocó el rápido abandono tras la exitosa expedición de López de Legaspi-Urdaneta. El cambio fue a favor de un puerto más cercano al centro político de la Nueva España, como era el caso de Acapulco. De haberse mantenido los puertos colimenses como destino principal del comercio con oriente la villa de Colima hubiese tenido una distinta vocación, más ligada al comercio y transporte; sin embargo una vez más las circunstancias geográficas no eran favorables, la orografía se oponía a una integración comercial eficiente con el resto de la Nueva España, y los vecinos hubieron de buscar otras actividades.
Los factores ambientales naturales también fueron desconsiderados con los intereses de los residentes españoles en esta olvidada provincia, la geología y el clima no facilitaron las cosas a sus afanes de prosperidad inmediata: el suelo les negó los minerales preciosos, y la moneda sembrada fracasó gracias a las veleidades climáticas, dado que las huertas de cacao sucumbieron a los continuos huracanes de la región.
La misma indisposición orográfica que les había impedido capitalizar la conquista de Filipinas invalidaba la opción del comercio con productos agrícolas no procesados.
Para alcanzar la buscada fortuna se debería encontrar una opción atractiva en esta tierra, por cierto pródiga; el producto a explotar debería ser preferentemente único en el reino, de poco volumen y gran valor; esta alternativa económica llegó por mar y en paquete, una semilla de tamaño no despreciable, y también un proceso de transformación que convertía en licor el fluido interior de esa exótica planta: el cocotero.
Tan rápido como la reproducción de la semilla se importó la tecnología encarnada en los filipinos. Una vez en la región este grupo étnico se encontró con una posición social muy particular y una situación que les permitió desarrollar su iniciativa constructora que dio lugar a la tecnología que hoy conocemos como palapa.
Como dijimos, un fenómeno con estas características sólo se produce en la provincia de Colima y su diferencia con otras regiones consiste en la actividad especializada de los inmigrantes filipinos. Según estudios previos sobre la presencia oriental en el virreinato ésta se extendió a toda la franja costera, del puerto de la Navidad a Acapulco, y el cultivo de la palma de cocos ocupó un espacio similar; sin embargo dicha presencia se concentró en los valles de Caxitlán en Colima, Zacatula en los límites de Michoacán y Guerrero, y las inmediaciones del puerto de Acapulco. En estas últimas regiones, con la diversificación de su actividad el vino de cocos perdió importancia y se extinguió prematuramente.
En la provincia de Colima, a diferencia de la zona inmediata al puerto de Acapulco donde también hubo una importante presencia de este grupo étnico, los filipinos fueron requeridos por su cultura de la palma. En cambio en Acapulco su presencia obedecía a otra de sus innegables habilidades: la navegación. El requerimiento de sus experiencias con la palma para la obtención de bebidas alcohólicas les permitió desplegar otras habilidades de esa misma cultura, entre ellas la producción de espacios. En otras regiones a donde se extendió su presencia esta actividad resultó más bien marginal. Este acontecimiento tuvo una vigencia temporal limitada y fue durante casi todo el siglo XVII prolongándose apenas a la segunda mitad del XVIII.
Durante este periodo la tecnología asiática fue adaptada por los propios inmigrantes filipinos y adoptada por los naturales. La complejidad del proceso constructivo, que demanda una labor colectiva sincronizada de un equipo de 6 personas, requirió la participación de otras etnias de trabajadores de las huertas de cocos, principalmente negros e indígenas. Gracias al trabajo colectivo en la edificación de las cubiertas, como todavía se realiza en Filipinas y en México, se difundió el conocimiento de esta tecnología.
En dicho periodo esa tecnología arraigó y se convirtió en producto local, durante los siglos XVIII y XIX se fue extendiendo a otras regiones del país, ya entonces en manos mexicanas, especialmente a las costas de lo que fue la Mar del Sur. Jalisco, Nayarit y el resto del estado de Michoacán. Paralelamente se consolidó en su otra procedencia: la de Guerrero incluso, extendiéndose a partir de ahí a algunas regiones más al sur.
El suceso arquitectónico se produjo por las conjugación de las circunstancias a que hemos hecho referencia, de modo muy singular el choque de intereses de los vecinos con la corona; la situación que se dio en el caso de las huertas de palmas fue de un precario equilibrio entre los intereses de los vecinos de la provincia y los de la península.
En una coyuntura histórica con un escenario hipotético donde hubieran prevalecido los intereses locales y sin existir la amenaza permanente contra las palmas, el desarrollo de la industria del vino de cocos la hubiera convertido en una actividad muy extensa, permanente y mucho más próspera; de igual forma se hubiera requerido, incluso intensificado, la importación de mano de obra filipina para el proceso, pero para hacer sentir el ascendiente europeo los orgullosos propietarios españoles hubieran tenido una presencia más permanente en las haciendas y huertas, habrían impreso su propio sello a los espacios generados, las construcciones como destilerías, y viviendas de los trabajadores hubiesen sido de adobe y teja como en las haciendas del otras provincias.
Con la amenaza original del mandato real de tala total de palmas en la provincia, y los permisos provisionales que se extendían por periodos no mayores de diez años, aunque se prolongaron hasta el siglo XVIII, no generaban certidumbre acerca de la actividad y toda equipamiento subsidiario tuvo un carácter temporal y de escasa inversión. En esta circunstancia los empleados importados tenían una solución, conocían procesos constructivos con el mismo material con que trabajaban a diario. Con recursos mínimos podían producir los espacios que requerían en sus actividades cotidianas, estas construcciones durarían justamente los periodos de 8 a 10 años que amparaban las licencias para producir y comercializar el vino.
En la misma coyuntura con un escenario opuesto al anterior y al original, si hubieran imperado los intereses trasatlánticos, en caso de que los vecinos no hubiesen estado en posibilidad de hacer valer sus derechos y hubiera prosperado la iniciativa real de talar todas las palmas, no hubiese existido industria del vino de cocos, es imposible determinar cuál hubiera sido el destino de la villa de Colima. El mandato que ordenaba eliminar las palmas fue muy temprano en el siglo XVII, en 1608 los indios chinos aún se alojaban en lugares muy diversos incluyendo las casas de los patrones en sus huertas y haciendas. Sin palmas este todavía pequeño grupo de filipinos, se hubiera dispersado por el territorio de la Nueva España, o bien regresado a su tierra natal, sin hacer su aporte a la construcción.
Si bien en el transcurso de su presencia estos indios chinos fueron adaptando sus patrones constructivos a las necesidades y recursos locales. Una tecnología equivalente hubiera podido ser desarrollada a partir de la palma de cayaco, pero estaríamos hablando de una tecnología indígena y no de una técnica de origen asiático, no la llamaríamos palapa, tendría una denominación distinta, otro sería el proceso y otra sería la historia.
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2 comentarios:
¡Qué grandísima joya!
Gracias por ponerla a nuestra disposición.
Saludos.
De nada,pero ¿puedo saber quién usted es?
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