martes, julio 08, 2014

Por Los Fueros De Una Herencia

Claro Recto y Mayo: poeta, dramaturgo, ensayista, político, y nacionalista filipino con ardiente esplendor. Sin sombra de duda, fue el estadista más importante de su generación y el más grande de los escritores filipinos en español del siglo XX. Él fue y sigue siendo la personificación de lo que debe ser un verdadero filipino.

Leer sus escritos es comprender la mente filipina y celebrar el ser filipino. Un estudio de nuestra historia como un país de naciones unidas —porque, en realidad, Filipinas se compuso de muchas naciones o tribus cristianizadas— no será completo sin una revista de los pensamientos del, tal vez, mejor pensador filipino en los anales de lo que llamo como "filipinismo". Como su nombre, su conocimiento de la Identidad Filipina es muy claro y tan recto.

Uno de sus discursos legendarios, "Por Los Fueros De Una Herencia", explica la relación inquebrantable entre Madre España y su hija, Filipinas, y que la cultura, la fe, y la lengua son las vínculas entre estos dos países. Pero, por desgracia, nunca se dio por él porque, en su camino a España para pronunciarlo, murió repentinamente debido a un infarto de miocardio o ataque al corazón (pero hay rumores insistentes hasta nuestros tiempos de que estaba secretamente asesinado por la Agencia Central de Inteligencia). Si no me equivoco, este discurso silente aún no está en Internet. Pues, es con gran orgullo que les presento por primera vez esta obra maestra de uno de más distinguidos filipinos de todos los tiempos que cantaba que la Hispanidad, particularmente su lengua sagrada, dentro del filipino "no morirás jamás en aquel suelo".

Foto cortesía por Correct Philippines.

POR LOS FUEROS DE UNA HERENCIA

Señor Presidente,

Señoras, señores:

Así como se va a Jerusalén para revivir cada instante de la pasión de aquel Hombre-Dios que, en frase genial de Donoso Cortés, promovió la revolución más grande que vieron las edades sin derramar más sangre que la suya; así como se va a Roma para ver sus anfiteatros y catacumbas donde florescieron en su pristina pureza de santidad, purpurados por sangre de mártires, los primeros rosales del cristianismo; así como se va a Atenas para meditar ante la Acrópolis en la grandeza de aquel pueblo de la pagana antigüedad que nos dejó su más noble herencia, como el sentido de la belleza y la audacia del pensamiento, el vuelo de la fantasía y la ansia de perfección, la exquisitez del gusto y la gracia del vivir, el amor a la verdad y la pasión por el saber, la preocupación y la inquietud por las últimas causas, el concepto de la universidad y el experimento democrático; así también por idénticos impulsos, los filipinos venimos a España en romería sentimental y en peregrinaje de amor, en busca de tradiciones y leyendas de un gran pasado espiritual cuyos tesoros, a deferencia de los materiales, no sufren mengua antes acrecen cuanto más compartidos, y que, al igual de aquellos de que habla el evangelio, no los come el orín ni se llevan los ladrones, tesoros del corazón y del pensamiento que españoles y filipinos a llegamos en tres siglos de obra común de cultura y progreso, en el recinto inalienable de la Ciudad de Dios.

Al aterrizar en suelo español apoderose de mi una emoción igual a la que sentiría un hijo al encontrarse con su madre después de más de medio siglo de una separación acaecida en circunstancias que no auguraban ni prometían acercamiento próximo; emoción que ha resultado de un complejo de sentimientos — nostalgia, esperanza y recuerdo — traducidos en irrefragable ansiedad ante la realización de un sueño que comenzó en la juventud y fue haciéndose parte de la propia vida hasta el instante de este despertar, que no es el triste en que suelen acabar los hermosos sueños, porque esta hecho de la misma tela del sueño que le precede, y cuyo encanto persiste después de que se ha realizado, como el de Galatea en el mito de Pigmalión.

Esta gloriosa realidad española sigue, pues, siendo un sueño para mí. ¿No decimos acaso "¡parece un sueño!" cuando nos hallamos frente a una realidad que en hermosura excede a cualesquiera otras realidades, por ejemplo, una mujer bellísima, o ese crepúsculo de vuestras morosas tardes otoñales? Para el filipino que viene a España la vida es sueño, pero no en el sentido de sordidez del drama de Calderón, sino en el divino de "las moradas" de Teresa de Jesús. En mi visión actual de España pierde sentido la trillada disyuntiva "sueño o realidad", pues ambos conceptos se funden aquí en uno solo: la realidad que es el mismo sueño, y el sueño que es la misma realidad. Es el milagro del amor.

Han pasado sesenta y cinco años desde aquella revolución que, en lo político, bifurco el camino de nuestros destinos. Acentúo la excepción porque en otro orden de conceptos —familia, religión, costumbres, idioma, ciertos valores culturales como la legislación civil y penal sustantiva—, los filipinos vamos con vosotros por la misma histórica derrota.

Poco habra que decir en cuanto a nuestra institución familiar, a nuestras costumbres a nuestra religión. Dejando a un lado tenues diferencias, que no afectan a lo fundamental y son producto de nuestra idiosincracia y del contacto con otras civilizaciones allá en aquel Archipiélago, que aún lleva con orgullo el nombre que la disteis en loor de un monarca español, subsiste y pervive lo que habéis dejado hace sesenta años, sin deterioro ni falseamientos, y copiosamente acrecido.

Con haber sido entre las causas que produjeron nuestra ruptura una de carácter religioso y haberse implantado la tolerancia de cultos desde 1898 por nuestra primera república, estad seguros, sin embargo, de que aquella cruz, tres veces santa, que en vuestras altas empresas del genio y de la fe "favorecio los principios" lo mismo que "prometió los sucesos", es la misma que hoy santifica, haciéndolos inexpugnables a los embates del mundo, los templos y hogares filipinos, confortando los corazones y elevando los espíritus con su infalible promesa de que al otro lado del calvario están la resurrección, la gloria, y la inmortalidad.

Y como es la religión, así son la institución familiar y los costumbres en la vida privada y social, que son sus naturales productos. Llevan ese indeleble sello que caracteriza e identifica en todas partes a la familia y a la sociedad cristianas. Estas son, pues, indeferenciables en España y en Filipinas.

En cuanto al presente estado de nuestra legislación civil y penal de tipo sustantivo, es materia esta en que me plugiera discurrir en otro lugar si para ello me dieséis licencia. De momento pienso que la cuestión del idioma es la que de modo más inmediato apelaria a vuestro interés.

En este punto — y dejo a un lado el idioma nacional, el tagalo, que no viene al caso —debo deciros que, en el terreno constitucional y de jurisprudencia y legislación, el español y el inglés corren la paridad. No así en la práctica, sin embargo, porque al presente se habla allá mucho más inglés que español, si bien se habla más español ahora que cuando el Almirante Montojo perdió sus barcos, pero no su honra, ni la de España, en la batalla desigual de la Bahía de Manila en 1898. Y desde que se proclama nuestra independencia el 4 de julio de 1946, y recobrada, por tanto, nuestra libertad de acción, hemos venido aprobado leyes encaminadas a facilitar la propagación de español a la cual el mayor obstáculo ha sido más bien la indeferencia de los elementos llamados a darle aliento y empuje, que no la oposición organizada de grupos hostiles.

Con el cambio de régimen en las postrimerías del siglo pasado, el castellano ha venido siendo objeto, primero, de injustas discriminaciones de oposición después. Desde un principio fue proscrita su enseñanza en las escuelas públicas, pero continuo enseñándose en las privadas por mucho tiempo, no sólo como asignatura particular, sino como medio de instrucción. Bajo la Ley Sotto era de carácter optativo la enseñanza del castellano. Pero vino la Ley Cuenco, que es hoy la que rige en la materia, y la hizo obligatoria en todos los colegios y universidades tanto públicos como privados, lo cual quiere decir que nadie puede ser licenciado para ejercer una carrera de las llamadas liberales sin haber sido aprobado en todos los cursos prescritos por el Ministerio de Educación relativos a la enseñanza del castellano.

Hay allá una agitación, cuya importancia sería temerario desconocer, para derogar la Ley Cuenco. Cuando cristalizara esa oposición en debida forma, es difícil predecir. Lo deplorable es que aún la jerarquía eclesiástica esta dividida en esta cuestión, con la mayoría de sus miembros filipinos en favor del presente régimen de enseñanza y la mayoría de los extranjeros por su abolición.

Los defensores del castellano hemos tomado la firme posición de que, al propugnar su conservación, no nos han movido razones de orden sentimental sino la consideración, esencial y primaria, de que el castellano es ya parte integrante del beneficio de inventario, como producto legítimo de la evolución natural de los valores característicos de nuestra nacionalidad, y que renunciarlo o abandonarlo valdría tanto como empobrecer nuestro caudal de cultura y cerrar uno de los cuadrantes a los vientos de la civilización.

En nuestra primera guerra de independencia luchamos en el terreno de las ideas y de la propaganda sirviéndonos de este idioma. Los que yo llamaría enciclopedistas del laborantismo filipino que prepararon nuestra revolución del 96, encabezados por José Rizal, Marcelo del Pilar, Graciano López Jaena, y José Pañganiban, con cuartel general en Madrid y eficazmente alimentados por españoles liberales como Pi y Margal, Azcárrate, y Morayta, escribieron, arguyeron, y peroraron en español. En las postrimerías de la revolución del 96, y en plena guerra con los Estados Unidos, nuestros caudillos que tenían más de un motivo para desechar todo lo español, al ponerse a organizar el primer gobierno revolucionario escribieron su Constitución —la histórica de Malolos— así como sus decretos, proclamas, y ordenanzas, y llevaron sus procedimiento y sus debates en el efímero Congreso de aquel nombre, no en otro idioma sino el español.

Cuando se estableció el nueva régimen colonial a raíz de la derrota de nuestras armas frente al poder superior de Estados Unidos, y tuvimos que proseguir, sin darnos tregua, nuestra cruzada por la independencia en el terreno de la paz, seguimos sirviéndonos del español, además del tagalo, como arma principal de combate. Por cerca de treinta años desde nuestra ruptura política con España todos los periódicos filipinos, no del nuevo régimen y defensores de la unión permanente con Estados Unidos, se redactaron en español, si bien con sus respectivas ediciones en tagalo, y desde que se estableció en 1907 la primera Asamblea legislativa hasta veinte años después el único lenguaje que se uso en nuestro parlamento, particularmente en los debates y en la redacción de los proyectos de ley y de los diarios de sesiones, fue el español.

Lo mismo cabe afirmar del lenguaje usado en la administración de justicia de aquel tiempo. En los juzgados presididas por jueces americanos era el inglés, pero en los presididos por filipinos, el español. En nuestro Tribunal Supremo, compuesto de mayoría de americanos, pero presididos por un filipino, el eminente jurisconsulto de genuina formación intelectual hispana, Don Cayetano S. Arellano, las ponencias, como era de esperar, se escriba en ambos idiomas. Si tuviérais ocasión de examinar los primeros sesenta volúmenes de nuestra jurisprudencia que cubren un período de cuarenta años no podríais menos de sentiros ufanos al hallar en sus páginas gemas selectas de vuestra literatura jurídica tradicional. Cuando este servidor era miembro de aquel tribunal tuve el honor de introducir vuestro sistema de "resultandos" y "considerandos" en mis ponencias, y mis colegas americanos lo encontraron conducente a la claridad y precisión del lenguaje y de los conceptos, algo así como dique efectivo contra la ampulosidad, las digresiones y las divagaciones.

El inglés y el español se vienen usando en Filipinas conjuntamente, si bien, triste es reconocerlo, se usa el español cada vez menos, y ello por la fuerza misma de las circunstancias, pues mayores alicientes se ofrecen en materia de empleos y ocupaciones a la juventud de habla inglesa que a la de habla española. El utilitarismo ha ido postergando al español y acabara por reducirlo a lenguaje de salón, si entre todos no lo salvamos.

¿Cómo no hemos de seguir defendiendo a capa y espada, si se me permita una frase vulgar, la conservación del idioma español, si es a nosotros, más que la los españoles, que el asunto trae máxim cuenta, pues, de otro modo, habría para las futuras generaciones filipinas una solución de continuidad, una brecha o fisura descomunal, en nuestra historia, y nada menos que en aquella su parte más vital, que cubre medio siglo, en que la nación estaba empeneda en lucha mortal por sus libertades y su independencia, y la llevo a cabo no sólo con sus pobres pertrechos de guerra sino con las armas de la intelligencia entre ellas el idioma español?

¿Cómo habríamos de hacer eficaz nuestra labor en el seno de la Organización de las Naciones Unidas si no supiéramos comunicar, directamente y sin valernos de intérpretes, nuestros deseos, planes y pensamientos a los representantes de las veinticuatro naciones de habla español que son miembros de dicha organización?

¿Cómo permitir que sean leídos en el futuro, no en su original en español sino en espurias traducciones, los escritos de Rizal, del Pilar, y López Jaena, concebidos y dados a luz bajo este cielo generoso de Madridi, entre los años 80 y 95 del pasado siglo, que prepararon a nuestro pueblo a la guerra de independencia, y los documentos de la revolución, debidos casi todos a la pluma de su más eminente estadista. Apolinario Mabini, así como ya bajo el régimen colonial americano, los editoriales, artículos, y discursos de Sergio Osmeña, Macario Adriático, Vicente Sotto, Mariano Jesús Cuenco, Jaime de Veyra, Fernando Ma. Guerrero, Juan Sumúlong, José Palma, Reyes, Aunario, Torres, Perfecto, Varona, y otros muchos que formaron aquel soberbio plantel de escritores y estadistas que por medio de este idioma, con fe, coraje, y desinterés, en la prensa, en el parlamento y en la tribuna popular, la cruzada por la independencia? Sólo por esa razón, ya que no por otras, Filipinas debe mantener, sin que nos le pidan, el sitio de honor que este idioma ocupa en nuestros recuerdos afestos y en la vida de nuestras instituciones.

¿Cómo afirmar en el mundo bien definida y singularizada nuestra personalidad si, no teniendo aún el tagalo —nuestro idioma nacional— curso legal en las relaciones internacionales, no ha de figurar el español de modo permanente en el inventario de nuestros valores culturales?

Siento oprimírseme el corazón cuando os digo, hermanos españoles, que, en este respecto, al paso que van las cosas en Filipinas, el porvenir se presenta incierto, de una incertidumbre preñada de melancolía y pesimismo. Cuando los hombres de mi generación hayan pasado, la última batalla por nuestra batalla se habra perdido, si Dios y los hombres no lo remedian. Pero estad seguros de que si sobreviene tal infortunio, no habra sido porque haya habido capitulación de nuestra parte. Es con este sentimiento íntimo, mezcla de dulce nostalgia y presentimiento triste, como ha compuesto, en homenaje al castellano, un breve romance o silva asonantada, que os leeré al punto. Es de corte y sabor arcáicos, pues poco se de vuestra lírica de hoy. Hace cuarenta y cinco años que dejé de escribir versos y las normas de aquel ayer ya no son las que gobiernan la presente república de vuestras letras. Y aún mirado bajo aquellas normas tan caídas en desuso, es bien pobre lo que ofrezco.

Se ha dicho que la Poética tradicional española "con su muestrario de estrofas y combinación métricas, parece un escaparate de un anticuario", y que con la reciente conquista de "la libertad del metro y de la estrofas el consonante se ha hecho sospechoso como música machacona de organillo". Se encuentran aún cosa magníficas en escaparates de anticuario, pero lo que traigo ahora no merece exhibirse ni en tal escaparate, sino ser dejado en algún oscuro desván. Si con todo ello persisto en mi ofrenda es porque confío en que vuestra bondad y lo excelso del tema excusarán la osadia de este anticuario de baratijas.

ELOGIO DEL IDIOMA

          Oh, lengua sacrosanta de Castilla,
Alcázar de leyendas
que a tu linaje espiritual vinculas
la gloria de las magnas epopeyas;
de augustos fueros arca de la alienza,
que en luchas ya pretéritas
sobreviviste al colonial desastre,
cual a la vil materia
el alma; catedral de maravillas
que guardia del pasado las creencias,
ícono familiar que veneramos
en la encantada casa solariega;
altar donde comulgan
las almas con el pan de la belleza
mientras juramos proscribir la casta
de malandrines que tu honor afrentan:
la musa filipina
torna a pulsar, luciendo tu diadema,
el plectro, que labro tu nombradia,
a enaltecer la prodiga vivencia
del siglo de las luces y edad de oro
de tus gloriosas letras,
con sus dolientes místicas cantigas
y encendidas querellas
de pasión al Amor de los Amores
sus coplas, sus romances, sus églogas,
fábulas, epinicios y elegías,
¿doloras de filósofos? - poetas,
baladas, madrigales cortesanos,
rimas tristes de noche de Bohemia,
sonetos con doctrina y epigramas,
cantares de juglar, odas de gesta,
villancicos que fluyen
cual leche y miel en Prometida Tierra,
versos barrocos de inefable pompa,
y parnasianos con rumbosa métrica;
llegando a plenitud tu ejecutoria
con el milagro de la estrofa hodierna
en la orgía de luz de sus imágenes,
sus novedades de suntuaria estética,
y el don de insospechadas emociones
en la constelación de sus preseas.

          Oh, lengua de Castilla,
deidad del pensamiento mensajera,
que te ostentas cual vivida custodia
de la única verdad en las conciencias,
como el sol en las cúspides hostiles
donde el ciclón fermenta
como el anhelo máximo que fulge
en el blasón astral de mi bandera:
no en vano fueron por inciertas mares
de Cristóbal Colón la carabelas,
proa hacia lo ideal, a rendir parias
al Ensueño y la Idea;
no en vano desafiaron
tus nautas las tormentas,
y llevaron su imperio y sus hazañas,
al corazón de América
y hasta a mis bravas torridas campiñas
donde alzaran sus tiendas
y vieron el portento de mis lagos
y mis calladas noches hechiceras;
no en vano en nuestras mentes imprimiste
de tus preceptos la radiosa estela
y tu gloria es aún astro sin poniente
en las antiguas castellana tierras:
tu vasto imperio inmemorial perdura,
y es eternal cadena
de fe y amor que el Ande, al Caraballo
y a tu Nevada Sierra,
en el raudo desfile de los tiempos,
en firme abrazo espiritual estrecha;
no en vano aún por los campos de la Mancha
fingen castillos de ilusión las ventas,
se toman por gigantes los molinos,
y por falanges un tropel de ovejas,
por límpidos hidalgos los arrieros
y mozas de partido por prncesas;
no en vano en pos de imperios ideales
tus galeones sin cesar navegan
y van en ellos nobles adalides
que tu honra y fama perpetuar anhelan,
andantes caballeros del ensueño
guardianes del pudor de Dulcinea,
locos sublimes que descubren mundos
y mueren por su dama, la quimera.
Aún nos ofrecen tus antiguos códices
la fórmula inmortal de la belleza,
y tus mágicos filtros
para el mal del querer la panacea.
No morirás jamás en aquel suelo
que aún guarda tu esplendor. Quien lo pretenda
ignora que mis templos y mis agoras
son de bloques que dieron tus canteras.

          Oh, fabla de Castilla, de los dioses
Olimpo y Partenón, ¡bendita seas!
Retozarán las musas en tu césped
y gustarán la miel de tus colmenas;
dirá el juglar sus chanzas en tus rimas,
y llorará el amor en tus endechas,
y lanzarán sus épicos acentos
de la espada y la cruz las epopeyas.
Mas si algún día aciago
convocan del honor a la palestra,
y tus juradas huestes
a las justa se aprestan
del bien decir por la sagrada causa,
por tu solar, tu historia y tus leyendas,
alguien dirá al narrar, de aquí a mil años,
como fue la refriega:
"cayó allí un filipino
por amparar los fueros de tu herencia."

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es bueno que hayas publicado aqui, Pepe Alas, este tremendo discurso de Don Claro Recto y Mayo, donde se define el lugar de honor que e idioma español tiene en nuestro filipinismo auténtico. Este discurso pone en solfa a todos los despistados que solo hablan inglés y que, todavia, se crean, filipinos legítimos, cuando en realidad, y triste es decirlo, han perdido el verdadero significado, el verdadero, espíritu, de lo que es filipino. Pero, todavia está el porvenir, está el mañana que viene, y mediante esta cruzada que tienes, Pepe Alas, muchos filipinos del porvenir lograrán recuperar este idioma que es la llave del auténtico alma de Filipinas. ¡Adelante! Contra mundum absurdum!

Javier dijo...

Tembién a mí se me rompe el corazón al leer estas sabias y bellas palabras. Dificilmente puede expresarse mejor el amor por la lengua que nos fue común.
Saludos de un hermano español.